Elucidación de la “tradición”

DAMA DE ELCHEpor Manuel Fernández Espinosa – Por doquier se lee, se escucha, se apela a la “Tradición”. Sus detractores encienden la alerta cuando se habla de “tradición” (sobre todo si es propia del país en que nacieron), pero sus partidarios esgrimen el vocablo a manera de “varita mágica” de la que no saben si está hecha de madera o de metal (y salta a la vista que tampoco saben emplearla). Me propongo en ésta y sucesivas entregas aclarar el término con el propósito de aquilatarlo y rectificar así los torpes, insípidos y estériles usos del término.

I – Introducción: la autoridad, la tradición y la autoridad de la tradición.

Con mucha razón podía escribir el filósofo italiano Norberto del Noce: “En todas partes se ha establecido una línea divisoria entre tradicionalistas y progresistas, y el progresista de cualquier color se siente más cerca de otro progresista que del tradicionalista de su mismo partido”. Esta observación se puede comprobar a diario. Podríamos pensar que, al igual que los progresistas se atraen entre sí, los tradicionalistas de cualquier credo (sagrado o profano) tendrían la misma propensión al acercamiento. Pero la experiencia constata que esto, si alguna vez sucediera, se produce con menos frecuencia. Podemos ver a un sacerdote católico (“progresista”) confraternizando -en aras del ecumenismo- con pastores protestantes (“progresistas”), pero es más difícil que un sacerdote católico (“tradicionalista”) esté dispuesto a confraternizar institucionalmente con un pope ortodoxo griego (“tradicionalista”, por supuesto): más fácilmente será que los veamos excomulgándose recíprocamente en virtud de los calificativos de “cismático” o “romano” respectivamente. Y eso que ocurre en el terreno de las religiones, sucede con pareja semejanza en el terreno de las ideas políticas (a primera vista, más profanas). Pero a mí no me interesan ahora los “tradicionalismos” religiosos: la cuestión es de suyo embrollada como para empezar por aquí. Lo que me interesa es aquilatar el vocablo “tradición”: ¿qué decimos cuando hablamos de “tradición”?

Dejemos por un momento suspendida esa pregunta, para explicar la génesis del contencioso ante el que nos encaramos en esta ocasión.

El debate tiene sus raíces en el protestantismo, pero la Ilustración dieciochesca sometió a una tremenda crítica a la “autoridad” y a la “tradición”: todo lo que era “autoridad” y “tradición” fue cuestionado. La raíz filosófica de esta actitud se encuentra en Descartes que, como pocos, demostró con su filosofía dos puntos que pueden resultar muy instructivos para desacreditar la filosofía moderna:

1) Que esta actitud ofensiva es eficaz en destruir, pero no en construir. Descartes mostró la eficacia de su método en la parte destructiva, conduciéndonos al solipsismo de la subjetividad; pero fue de lo más chapucero a la hora de construir a partir del “Yo pienso”, terminando por explicar, por ejemplo, la unión de la “res cogitans” con la “res extensa” con burdas soluciones como la “glándula pineal”.

2) Que todo el que quiere empezar de nuevo se contradice a sí mismo y, a la postre, se ve forzado a introducir elementos tradicionales aunque sea subrepticiamente. Descartes se jactó de prescindir de la tradición, para hacer una filosofía nueva conducida por sus reglas metodológicas; pero cualquiera puede rastrear los antecedentes de su argumentario en el “Teeteto” de Platón (para articular la duda en el momento de descartar el testimonio de los sentidos como fuente de certeza; o bien para la imposibilidad de distinguir el sueño de la vigilia) o en San Anselmo y San Agustín para sus pretendidas demostraciones de la existencia de Dios.

Es cierto, no obstante, que Descartes fue más prudente a la hora de llevar sus especulaciones al terreno de la filosofía práctica: la moral y la política. Pero no tardarían en asomar algunos más ignorantes y audaces que él.

La Ilustración, con Inmanuel Kant a la cabeza, pensó que era hora de que la humanidad prescindiera de la tutela de “autoridades” y “tradición”. Había que atreverse a pensar para aprender: “Sapere aude!”: para emancipar al ciudadano de las estructuras tradicionales, pues ya había llegado presumiblemente a la “mayoría de edad”. Esto resulta un despropósito: pues si esta actitud de someterlo todo a crítica se llevara a las cuestiones de la política y la organización social, lo que estaría garantizado sería la parálisis de la acción y, en ciertas situaciones (las de vida o muerte en el orden práctico) pensar incapacita para actuar. Los estropicios que se siguen de aquí son incalculables y, además, si todo lo que tuviéramos que saber (se supone que para actuar) lo tuviéramos que saber por el esforzado ejercicio individual de la razón: ¿cuándo empezaríamos a vivir conforme a la razón ilustrada? Además de ello, ¿quién le ha dicho a Kant que todo “ciudadano” está dispuesto a ejercer su razón? En definitiva, lo que ocultaba el proyecto de Kant no era la emancipación, sino la sustitución de un modelo de pensar y actuar (el tradicional) por otro (el suyo y el de sus alegres compadres ilustrados). Mucho más sensato y práctico se nos muestra aquel rey Federico II de Prusia, cuando dijo aquello de: “Razonad sobre lo que queráis y tanto como queráis, pero obedeced”.

El hombre moderno ha despreciado la autoridad y la tradición (sus motivos habría que irlos buscar en profundos desarreglos del alma, en lo que la religión ha llamado pecados capitales). Y esto ha llegado a tal gravedad que hoy se confunde “autoridad” con “autoritarismo”, por lo que es oportuno recordar las lúcidas palabras de H. G. Gadamer: “la autoridad de las personas no tiene su fundamento último en un acto de sumisión y de abdicación de la razón, sino en un acto de reconocimiento y conocimiento: se reconoce que el otro está por encima de uno en juicio y perspectiva y que en consecuencia su juicio es preferente o tiene primacía respecto al propio”.

Con el desdén y el desprestigio propagandístico que, desde la Ilustración revolucionaria, ha afectado a la tradición y a la autoridad (así como a la “autoridad de la tradición”) los individuos, así como la sociedad en su conjunto, han perdido resolución práctica, los problemas que se han ido suscitando no han encontrado la contundente solución que el hombre antiguo era capaz de aplicar. La tradición, cuando lo es, forma un tipo humano mejor definido, con menos dubitaciones, con mayor seguridad (lo mismo en él que en su tradición), un individuo mucho más eficaz que cualquier filosofante que todo lo quiere someter a examen minucioso con su razón abstracta, en debates interminables que nada resuelven y más bien complican. Bien supo ver esto Nietzsche cuando comentó: “La manera como en conjunto se ha mantenido en Europa el respeto a la Biblia es tal vez el mejor elemento de disciplina y de refinamiento de la costumbre que Europa debe al cristianismo: tales libros profundos y sumamente significativos necesitan, para su protección, una tiranía de la autoridad venida de fuera a fin de conquistar esos milenios de duración que se precisan para agotarlos y descifrarlos”.

Lo que ha ocurrido en Europa, desde los siglos XVII-XVIII, es que se ha perdido toda referencia, los moldes en los que se formaba un tipo humano más integrado e íntegro han sido declarados obsoletos. La desintegración del hombre y la sociedad es justamente lo que le debemos a esas pedantes y funestas manías ilustradas y revolucionarias de cuestionar y rechazar la “autoridad” y la “tradición”.

Pero todavía sigue pendiente la pregunta: ¿Qué decimos cuando hablamos de “tradición”? Como introducción por hoy está bien.

II – Lo que es tradicionalismo.

La supuesta contradicción entre la verdadera “tradición” y el verdadero “progreso” es una ficción demagógica: donde hay “tradición” hay progreso y no puede haber efectivo progreso sin tradición. Empero sí que es cierto que el “tradicionalismo” y el “progresismo” son posturas antagónicas e irreconciliables. Pero, ¿cuándo surgió el “tradicionalismo”?

La consecuente reacción a la Ilustración racionalista y revolucionaria fue el romanticismo. El tradicionalismo sería el esfuerzo teórico de restaurar los derechos de la “tradición” contra la “libertad abstracta” ilustrada que luego heredaría el liberalismo y llega a nuestros días. Al ser romántico, el tradicionalismo histórico reviste tanto las ventajas como los inconvenientes que van aparejados al romanticismo. Gadamer lo sintetiza magistralmente en “Verdad y método”: “…el concepto de la tradición se ha vuelto no menos ambiguo que el de la autoridad, y ello por la misma razón, porque lo que condiciona la comprensión romántica de la tradición es la oposición abstracta al principio de la Ilustración. El romanticismo entiende la tradición como lo contrario de la libertad racional, y ve en ella un dato histórico como puede serlo la naturaleza. Y ya se la quiera combatir revolucionariamente, ya se pretenda conservarla, la tradición aparece en ambos casos como la contrapartida abstracta de la libre autodeterminación, ya que su validez no necesita fundamentos racionales sino que nos determina mudamente”.

La experiencia de la revolución francesa y las guerras napoleónicas llevaron a muchos románticos, sobre todo alemanes y franceses, a realizar una desaprobación radical de la revolución y un esfuerzo intelectual por desmontar la estafa revolucionaria. Podrían haber simpatizado en los inicios de la revolución con algunas de las idílicas monsergas revolucionarias, pero los desastres de la guerra les devolvieron a la realidad, no sin acusar la conmoción que impulsó su rechazo, envuelto en la repugnancia que como hombres tradicionales sentían por la barbarie revolucionaria. Uno de ellos, menos conocido que los poetas y otros escritores, Adam Heinrich Müller (1779-1829), podía exclamar en esta pregunta retórica: “¿No radican todos los errores desdichados de la Revolución francesa en la ilusión de que el individuo puede salirse realmente de los vínculos sociales, y derribarlos y destruirlos desde fuera?”. Como economista y político, Müller no podía dejar de plantearse el problema: con la Revolución francesa se había querido fracturar fácticamente el lazo social, en virtud de sofismas contractualistas: eran los efectos en la realidad de las especulaciones de Locke, Rousseau y los enciclopedistas.

Uno de los hermanos Schlegel, August Wilhelm (1767-1845), decía: “Toda poesía verdaderamente creadora sólo puede brotar de la vida interna de un pueblo y de las raíces de esta vida, de la religión”. Y la vida interna de un pueblo y su religión eran tradición. Es un fenómeno que suele pasarse por alto el que constituye la cantidad de conversiones al catolicismo que se efectuaron entre los románticos alemanes. El catolicismo era todavía, en aquellos tiempos, un baluarte de la tradición y los tradicionalistas, pasados por las tribulaciones de la revolución francesa y las invasiones napoleónicas, recurrieron a la Iglesia católica. Aumentó el fervor en los que lo tenían apagado: los franceses; y condujo a la Iglesia católica a los que habían sido bautizados con aguas protestantes: los alemanes.

El tradicionalismo, no obstante, no dejaba de ser una reacción. Había venido a remolque de la revolución y, como más arriba nos recordaba Gadamer, había erigido la “tradición” como instancia irracional (no por ello menos abstracta) desde la que oponerse a la “libertad abstracta” ilustrada. El hombre no puede autodeterminarse -piensa consigo mismo el tradicionalismo-, puesto que el hombre pertenece a una corriente histórica que es su tradición: puede rechazar su tradición, pero con ello rechaza una gran parte de su ser y, como la experiencia había demostrado para aquellos hombres, el desorden individual termina creando desórdenes sociales.

El tradicionalismo -como vemos- es irreconciliable con el progresismo, contando con que calificamos como “progresismo” todo ese cajón de sastre y desastre que apila las ideas y tendencias más heterogéneas del racionalismo, la ilustración, el liberalismo político y económico, los socialismos, marxismos varios, feminismos y otras “ideas modernas” que tanto despreciaba Nietzsche; ideas que componen el progresismo y que tantas veces se autocontradicen entre ellas mismas. En un sentido lato (y muy inapropiado) se aplica el calificativo de “tradicionalista” a personajes que vivieron siglos antes de las conmociones que sacudieron Europa a caballo del siglo XVIII y XIX: Don Pelayo no era tradicionalista (no lo podía ser), el Cid Campeador tampoco lo era, tampoco lo serían los Reyes Católicos, ni Juan de Austria ni Felipe II: todos estos personajes históricos eran mujeres y hombres de la tradición, pero no pudieron ser tradicionalistas puesto que para serlo tendrían que haber visto cuestionado, destrozado y casi liquidado el mundo tradicional en que vivieron. Ni siquiera Andreas Hofer, el héroe antinapoleónico tirolés, fue tradicionalista: era un hombre tradicional que luchó por la libertad real de su patria y la defensa de sus tradiciones contra la agresión revolucionaria napoleónica; pero para ser tradicionalista tendría que haber hecho el esfuerzo intelectual que realizaron encomiablemente los tradicionalistas europeos del siglo XIX.

El tradicionalismo no es, ni mucho menos, una pasión por las antiguallas: eso es el dato más superficial que puede extraerse del romanticismo que empapa el tradicionalismo. La veneración por los trastos viejos (incluidas las instituciones obsoletas) no es propio del tradicionalista auténtico: si eso fuese así poca diferencia habría entre un “tradicionalista” y una de esas pobres personas que, por sufrir el síndrome de Diógenes, acumulan basura. En un sentido fuerte, el tradicionalismo fue la respuesta de los románticos al mundo facturado en los pensatorios de la Ilustración. Su fuerza más aprovechable reside en la reivindicación del orden tradicional, en reclamar la restauración de lo perdido, tras el naufragio francés con la revolución y los estragos napoleónicos. Es lo que le debemos a los románticos, pero la actitud del tradicionalista tiene que ir más allá de una bucólica imagen de Arcadia. Y para eso es menester saber lo que es tradición y distinguirla de otras cosas que proclaman su nombre y no lo son.

III – Tradicionalismo neto y tradicionalismo lato.

En nuestra elucidación sobre lo que es “tradición” hemos descubierto que la tradición (en todos sus órdenes: religiosa, filosófica, científica…) fue objeto de severos reproches, de un ataque sistemático que, primero extendió la sospecha sobre ella, para luego denigrarla y rechazarla en bloque.

Aunque no nos hemos querido detener en la cuestión religiosa, por ser asaz compleja, digamos que la falsa reforma protestante (mejor la llamáramos “revolución” religiosa) cuestionó la tradición de la Iglesia, pues “Se deseaba una vuelta al cristianismo primitivo, genuino y simple, sin las adherencias que la tradición, la costumbre y la rutina le habían ido añadiendo” -nos recuerda el P. Ricardo García-Villoslada S. I. en su ensayo “Raíces históricas del luteranismo”. No se trataba de una implícita repulsa de la tradición que haya que descubrir en la estructura profunda de las palabras, era una repulsa explícita. Lutero pudo escribir en 1520: “No intenté divulgar sino la verdad evangélica contra las supersticiosas opiniones de la tradición humana”. Las negritas son nuestras.

Pero esto que empezó en el seno de la Iglesia ocasionando una fractura de la Cristiandad también tuvo su correlato en la filosofía a partir de la revolución científico-filosofica que inaugura la modernidad (en su momento aludíamos a Descartes, pero también podríamos mentar a Francis Bacon); con el despliegue de la Ilustración del XVIII la revolución gestada en los siglos anteriores madura y eclosiona, la tradición (y la autoridad tradicional) se ven desacreditadas y las encarnaciones de la Tradición: monarca, aristocracia y clero (también el pueblo tradicional, monárquico y católico, francés) fueron perseguidos y hasta guillotinados y masacrados. Los desastres de la revolución política en Francia y las guerras napoleónicas, así como el rechazo que la generación romántica siente por la razón ilustrada, condujo a buena parte de la intelectualidad europea a sumirse en una profunda reflexión que les hizo descubrir que las raíces de los trastornos que habían sacudido a Europa había que hallarlas en el desprestigio de la autoridad y la tradición. La consecuencia lógica era devolverlas a su puesto y surgió así el “tradicionalismo”, pero no en cualquiera de sus acepciones: hablamos del “tradicionalismo neto” que será el intento de reapoderarse de la tradición, aunque -como nos recordaba Gadamer- elevando a ésta a la categoría de instancia antagonista de la razón ilustrada, con lo que desde entonces el término “tradición” se envolverá en una nebulosa difícil de escrutar, en tanto que parece rechazar la razón (ha dejado que el concepto de razón lo monopolice la Ilustración) y frente a esa reducción de la razón a “razón ilustrada”, la tradición -piensan algunos- bien puede prescindir de explicarse a sí misma, le basta su autoridad que la hace el ser antigua (poco importa lo antigua que sea; “inmemorial” es un buen comodín cuando no se sabe a ciencia cierta la fundación de una tradición), la tradición alegará sus misteriosas credenciales de antigüedad: la tradición es fuente de legitimidad suficiente, queda sin razonarse lo conveniente que sea esa tradición para la sociedad en su conjunto y para el hombre concreto. Es así como se establece en términos dialécticos la reacción de cuantos se resisten a subordinarse a la tradición, simplemente por (mal)entender que la tradición equivale a anular su personalidad: el revolucionario no fue aniquilado tras la Restauración post-napoleónica.

Vázquez de Mella escribió: “El anillo vivo de una cadena de siglos, si no está conforme con los que le preceden y quiere que no lo estén los que le siguen, puede salir de la cadena para existir por su cuenta; pero no tiene derecho a destruirla ni a privar a los posteriores de los anillos precedentes”. Pero eso sólo tiene validez cuando se puede neutralizar la acción revolucionaria, lo cual no es tan fácil. Ni siquiera con tanquetas y fuerzas del orden público, pues como bien apuntó el perspicaz Ortega y Gasset: “La revolución no es la barricada, sino un estado de espíritu”.

El “tradicionalismo neto” que en estas circunstancias surge no estará exento tampoco de ciertas adherencias irracionalistas, como así podrán ser considerados algunos de los aportes que le vienen al tradicionalismo de las Anti-Luces y, especialmente, del martinismo (Martínez de Pasqually y Claude de Saint-Martin).

Las Anti-Luces proclamaron su cristianismo ortodoxo, frente a los improperios anticristianos de Voltaire, Diderot y las Luces. Jean Deprun ha definido a las Anti-Luces como: “el conjunto de los sistemas de defensa empleados por los que se resisten a ese cambio.” Se entiende que fueron los primeros conatos de resistencia que disentían de la ilustración enemiga de la religión cristiana, de la tradición y la autoridad. Para mejor caracterizar este heteróclito movimiento de las Anti-Luces, Jean Deprun nos lo resume didácticamente de esta guisa: “La historia de las ideas construirá, pues, por las necesidades de su descripción, un tipo ideal caracterizado, en el plano del pensamiento religioso, por la defensa de la ortodoxia; en el plano metafísico, por la de los sistemas asociados a ésta hacia 1700: cartesianismo, malebranchismo, leibnizianismo; en el plano ético, por el mantenimiento del sentido del pecado y de sus dimensiones humanas e incluso cósmicas; en el plano social, por el rechazo de una sociedad atomizada, la preferencia concedida al estatuto sobre el contrato, al escalonamiento de los órdenes sobre la yuxtaposición de las individualidades; en el plano de las imágenes-claves, por la evocación de una luz estable, fija, venida de arriba, dada desde el principio a los hombres, que irradia del sol de los espíritus. La anti-luz no es el rechazo de la luz, sino todo lo contrario; es el rechazo de la luz concebida como trabajo, experimentación, progreso…”.

Podría parecer una contradicción que el cartesianismo (que nosotros hemos indicado como antecedente filosófico del descrédito de la tradición) pueda reaparecer nuevamente, justo entre las filas de los adversarios de la Ilustración, pero nadie ha dicho que las Anti-Luces fuesen tradicionalistas y, además, debiéramos tener presente que la lectura que hace el tradicionalismo decimonónico europeo del enciclopedismo y la revolución está lastrada por las circunstancias históricas y nacionales: además, lo dijimos en su momento, Descartes no había atacado las tradiciones políticas y morales. Lo que sí aportarán las Anti-Luces, por su resistencia a los cambios hostiles a la tradición, serán elementos que asumirá el tradicionalismo, elementos que se les puede considerar precedentes del tradicionalismo y se entreveran con la doctrina tradicionalista. Así se entenderá que Joseph de Maistre, tradicionalista arquetípico del XIX, conserve algunas de las enseñanzas recibidas en las logias martinistas de su juventud, así como una admiración por Malebranche. El posterior tradicionalismo neto que tendrá en René Guénon a uno de sus representantes más sólidos proviene justamente de estas fuentes, contrarias a la Ilustración y a la revolución, sobre todo de cuño martinista, que si bien no renuncian al cristianismo, sí que hay que decir que “su cristianismo es el de la gnosis, su marco, el de las logias masónicas y de las sociedades de iluminados; su ambición, la de una teurgia en que el sentimiento religioso tiende a prolongarse en acción mágica” -como señala Deprun. Sobre Guénon volveremos, es forzoso volver sobre él.

Como podemos ver, la atroz simplonería de los que todavía en España se autocalifican “tradicionalistas” prescinde de estas complejas tramas que forman la raigambre del auténtico tradicionalismo histórico, el tradicionalismo en un sentido neto como movimiento filosófico europeo del siglo XIX; por eso es que los que militan en el “tradicionalismo lato” (como es el español) no comprenden que René Guénon y sus seguidores puedan calificarse como “tradicionalistas” y no esgrimen más argumento para arrebatarle el título de “tradicionalista” a Guénon que acusarlo de “gnóstico” (muchas veces sin saber ni lo que dicen), lo cual indica la poca profundidad a la que pueden sumergirse algunos “buzos”. El “tradicionalista” español siempre se ha conformado con una idílica evocación de lo antiguo y más exterior, sin adentrarse en los laberintos filosóficos e históricos que el “tradicionalismo neto” trae aparejados. Así, el tradicionalismo español, califiquémoslo como “tradicionalismo lato”, permanece apegado a las formas litúrgicas de la Iglesia tridentina y añora las instituciones históricas que, obsoletas o no, ejercen sobre él una fascinación de la que es difícil liberarlo. Lo que cosecha, por lo tanto, es un profundo disgusto, una insatisfacción, un enfado por todo lo que ve, cuando contrapone su mundo idílico (Iglesia tridentina, monarquía tradicional, instituciones pretéritas) con el panorama vigente en nuestros tiempos. Todo se ha puesto patas arriba y el tradicionalista se amohína: le han cambiado el escenario y él sigue interpretando un papel extemporáneo por el que nadie le hace palmas.

Nuestro tradicionalismo (duele decirlo pero hay que mirar las cosas de frente) está a día de hoy desprovisto de expectativas, casi liquidado por insolvencia intelectual, esterilizado en camarillas marginales y a veces sectarias, condenado a lamerse las heridas por no comprender de dónde vienen los cambios que suceden a su alrededor, abrumado por todo lo que ha cambiado sin contar con él; como un Don Quijote apaleado. Al tradicionalismo español le repugnan los cambios sucedidos en una sociedad que hoy está irreconocible, la actual que sería mejor llamar “disociedad”: a veces, ese “tradicionalismo lego” incluso busca culpables fuera o dentro, encuentra conspiraciones de escala internacional, nacional… local, grupal; pero nada de eso soluciona nada. Algunos han dicho que lo que ocurre en España es que ésta ha roto con sus tradiciones, pero ¿es ese el problema? Difícilmente puede romperse con algo, cuando apenas se tiene noción de su existencia.

El tradicionalismo español (con ínfulas de político, pero que se niega a sí mismo la acción política) es un tradicionalismo lato, dijéramos que lego, que hoy está confinado a la marginalidad. Sin una elucidación del concepto de “tradición”; sin una diferenciación que le haga ser “tradicionalismo hispánico” (con sus nexos con el “tradicionalismo neto”, pero también con sus diferencias); sin una reconfiguración propia, está condenado a languidecer hasta la extinción. Lo único que puede salvar la situación del tradicionalismo español es justamente elucidar el término “tradición”, para reconfigurarse a sí mismo.

IV – Algunos equívocos léxicos.

Hemos dilucidado lo que es el “tradicionalismo neto”, caracterizándolo como movimiento filosófico europeo, identificándolo como una de las vertientes por las que corrió el romanticismo. El “tradicionalismo neto” reacciona contra la Ilustración, aportando grandes figuras, sobre todo alemanas y francesas (sin olvidar al conde saboyano); el “tradicionalismo” (sea “neto” o “lato”) reclama ser custodio y portador de la “tradición”, permaneciendo ésta “tradición” todavía en una inescrutable nube, empleándose la misma como idea-fuerza para contrarrestar la destructividad revolucionaria instigada por las filosofías modernas, hostiles a la tradición en todas sus formas. Por eso mismo podríamos decir que el “tradicionalismo neto” no podría ser otra cosa que “contra-revolucionario”, entendiendo que la “revolución” es un estado del espíritu; nos lo recordaba Ortega y Gasset, nada sospechoso de “tradicionalista”: “”La revolución no es la barricada, sino un estado de espíritu”. Y en ello coincide también uno de los más eminentes contra-revolucionarios tradicionalistas del siglo XX como fue el católico brasileño Doctor Plinio Correa de Oliveira: “Las muchas crisis que conmueven el mundo de hoy -del Estado, de la familia, de la economía, de la cultura, etc.- no constituyen sino múltiples aspectos de una sola crisis fundamental, que tiene como campo de acción al propio hombre. En otros términos, esas crisis tienen su raíz en los más profundos problemas del alma, de donde se extienden a todos los aspectos de la personalidad del hombre contemporáneo y a todas sus actividades”.

La revolución no hay que buscarla en las barricadas, sino que enraíza en el espíritu, siendo todo un “estado espiritual” -para Ortega; las crisis revolucionarias -para Correa de Oliveira- tienen “su raíz en los más profundos problemas del alma”. El estado de espíritu revolucionario es esencialmente negador de la tradición y lo es por tener un serio conflicto con lo tradicional. El revolucionario quiere acabar con todo lo dado. Nos lo pinta Vázquez de Mella con su fecunda elocuencia: “La autonomía selvática de hacer tabla rasa de todo lo anterior y sujetar las sociedades a una serie de aniquilamientos y creaciones, es un género de locura que consistiría en afirmar el derecho de la onda sobre el río y el cauce, cuando la tradición es el derecho del río sobre la onda que agita sus aguas”. Aquí reaparece otra vez el fondo de la cuestión revolucionaria que no es, según los panfletos de los demagogos, el ansia de justicia social, sino un “estado de espíritu”, unos “profundos problemas del alma”… “Un género de locura” para Vázquez de Mella.

Otra cosa será que, más tarde, cuando el vocablo “revolución” (bajo sus múltiples etiquetas) venga a ganar prestigio (por la ilusión que genera en cuanto a sus efectos y eficacia; que están sobrevalorados) logre persuadir, incluso a los más acérrimos partidarios del orden, de lo conveniente que es hablar de “revolución” y la palabra “revolución” se empleará ahora como un señuelo para las masas, esas que parecen querer soluciones rápidas y drásticas a cuantos problemas les acucian. Es así como Armin Mohler podría hablar de una “Konservative Revolution” en el ámbito alemán de entreguerras, en esta “Revolución Conservatriz” encuadraba Mohler a personalidades del mundo de la cultura como el filósofo Oswald Spengler, los escritores Ernst Jünger y Hugo von Hofmannstahl, el poeta Stefan George y hasta Thomas Mann, entre otros. José Antonio Primo de Rivera, Ramiro Ledesma Ramos y Onésimo Redondo hablarán de “revolución nacionalsindicalista”. Pero hasta alguien, tan poco sospechoso de fascismo, como Claudio Sánchez Albornoz, historiador, católico y republicano español que tantos años pasó en el exilio por no dar su brazo a torcer ante Franco, pudo declararse: “¡Conservador-revolucionario! Sí; insisto en el calificativo dúplice. Quizá la única especie de auténtico conservador y de auténtico revolucionario”. Aunque algunos han querido ver “revolución conservadora” en España, apuntando a Ortega y Gasset, si hubiera algún español consciente de esa condición “conservador-revolucionaria” sería Claudio Sánchez Albornoz.

Pero no hay que confundirse con las palabras. La revolución a la que apelan los “conservadores” que no quieren llamarse “tradicionalistas” (ni netos ni latos) es el progreso que parece rechazar un tradicionalismo anclado en viejas formas de vida, fosilizado como decía el P. González Arintero. Ese “tradicionalismo” que no ha hecho por entenderse ni darse a entender ha hecho muy flaco favor a la tradición, pues ha espantado a los hombres más finos y cultos que, aunque no se quisieran llamar “tradicionalistas”, eran celosos veneradores de la tradición en un sentido dinámico: tal vez tampoco ellos hicieran mucho por su parte por conocer el tradicionalismo más allá de la propaganda política circunstancial que emanaba de él y que ahí ha sido, no lo dudemos, fatal.

Lo que les resultaba repelente del tradicionalismo español de su momento a hombres como Unamuno, José Antonio Primo de Rivera o Claudio Sánchez Albornoz (además de sus respectivas circunstancias biográficas) fue la idea dominante que hace del “tradicionalismo” el enemigo de todo “progreso” y esto es falso: el verdadero tradicionalismo es enemigo del “progresismo”, pero no del progreso cuando es real. Es más, hay que señalar -pues no se ha hecho lo suficiente- que tanto en el vocablo “tradición” como en el vocablo “progreso” hay más en común de lo que, a primera vista, parece. Asi lo resaltaba la autoridad pontificia de Su Santidad Pío XII:

“Pero la tradición es algo muy distinto del simple apego a un pasado ya desaparecido; es lo contrario de una reacción que desconfía de todo sano progreso. La propia palabra, desde el punto de vista etimológico, es sinónimo de camino y avance. Sinonimia, no identidad. Mientras, en realidad, el progreso indica tan sólo el hecho de caminar hacia adelante, paso a paso, buscando con la mirada un incierto porvenir, la tradición significa también un caminar hacia adelante, pero un caminar continuo que se desarrolla al mismo tiempo tranquilo y vivaz, según las leyes de la vida, huyendo de la angustiosa alternativa”.

Pero, la tradición: ¿Qué es entonces? ¿Es un producto hecho o una acción que produce fácticamente “productos”? La tradición, ¿es “natural” o “social”? ¿Hay una Tradición en singular o, más bien, tendríamos que hablar de “tradiciones” en plural? Eso será lo que trataremos de averiguar en la próxima indagación.

V – Presupuestos del tradicionalismo neto.

El tradicionalismo neto (el filosófico, romántico y contra-revolucionario) no sólo planteó la conveniencia de restituir a la “tradición” su prestigio disputado por la ilustración (filosofante, racionalista y revolucionaria), sino que se empeñó en llevarlo a cabo sin renunciar a la construcción de un argumentario conforme a las inquietudes y temas de su tiempo (y de todos los tiempos también). El tradicionalismo neto integró en la doctrina (así puede verse en la de uno de sus más grandes representantes: Joseph de Maistre) algunos elementos que lo revistieron de una aureola “preterista” contraria a la “futurista” de las Luces. La caída primera por el pecado original (en clave cristiana) será motivo recurrente de los tradicionalistas. Ballanché, lo hemos dicho en otro artículo (abajo enlazado), recogiendo las especulaciones de Martínez de Pasqually, sintetiza la visión magistralmente: “La humanidad, según él, tenía que pasar por tres fases: la caída (con su consecuente degradación), el período de tribulación y prueba y, finalmente, el renacimento final o retorno a la perfección: la palingenesia” (Martínez de Pasqually hablaba de “reintegración”). Para Joseph de Maistre la naturaleza humana, debido al pecado, merece padecer, pues no es inocente. El progreso ha sido descartado y la tara del pecado original explica, según la fuente martinista (que es a la que hay que remontarse para entender a los tradicionalistas netos); explica -perdón por repetir- que, como resume Jean Deprun: “el hombre no es en sí mismo ni digno ni capaz de hacerse feliz; su objetivo debe ser el de una “reintegración”, una “transformación” que deberá merecer por el desprendimiento y alcanzar por la plegaria.” Para lograr esa “reintegración” los tradicionalistas netos están convencidos de lo indispensable que es restituir a la humanidad la lengua adámica: el origen de la palabra es divino, Dios la ha instituido. Para el discípulo de Pasqually, Louis Claude de Saint-Martin p. ej., el hombre no era una “tabla rasa”, sino más bien una “tabla arrasada” que todavía tiene unas raíces, las que habría que revivir mediante el acceso a esa lengua primigenia. Por eso podía escribir Joseph de Maistre: “Las dos épocas más grandes del mundo espiritual son, sin duda, la de la torre de Babel, en que las lenguas se confundieron, y la de Pentecostés, en que hicieron un maravilloso esfuerzo para unificarse”.

La lengua primigenia era un asunto que traía mucha cola. Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) dedicó muchas páginas al asunto, concluyendo: “De manera que en todo esto no existe nada que contradiga, sino más bien cosas favorables, a la hipótesis del origen común de todas las naciones, y de una lengua radical y primitiva”, siendo la consecuencia práctica, a juicio del gran filósofo germano, una de enorme importancia, pues: “si llegásemos a poseer la lengua primitiva en toda su pureza, o al menos conservada suficientemente como para poder ser reconocida, entonces tendrían que mostrarse todas las conexiones, bien físicas, bien debidas a la institución arbitraria, sabia y digna del primer Hacedor”. En ese sentido, Leibniz declaraba: “Me gustaría que otros sabios llevasen a cabo algo parecido en relación con las lenguas valona, vasca, eslavónica, finesa, turca, persa, armenia, georgiana, etc., para poner mejor de manifiesto la armonía que existe entre ellas, lo cual sería útil en particular, como acabo de señalar, para aclarar el origen de las naciones” (la negrita es nuestra; citas todas extraídas de “Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano”, Leibniz, obra póstuma publicada en 1765.)

Era algo que se venía discutiendo de largo y que tuvo varias intentonas de elaboración; una de las más importantes fue la de Antoine Court de Gébelin (1725-1784), autor de “El Mundo Primitivo” y de “Histoire naturelle de la parole, ou Précis de l’Origine du Langage & de la Grammaire Universelle” (París, 1776); Gébelin lo intentó con algunos resultados que, aunque sean puestos en entredicho hoy, tuvieron su efecto sobre otros que se declararon sus discípulos, como el jacobino Antoine Fabre d’Olivet (1768-1825); Fabre d’Olivet se aplicó al estudio de las lenguas y cosmogonías antiguas con el propósito de hallar esa lengua primordial en su libro “La lengua hebrea restituída” y terminó por propugnar, en su libro “Historia filosófica del género humano”, que Europa debería unirse, formando una teocracia, regida y gobernada por el Soberano Pontífice (y recordemos: fue en su juventud un jacobino).

Y esta búsqueda de la lengua primordial no pensemos que era cosa que se quedara restringida a los países europeos. El egregio estudioso de la lengua euskérica Pablo Pedro Astarloa (1752-1806) coincide con Leibniz: si tuviéramos esa lengua, tendríamos “un libro abierto de todos los conocimientos” -dice Astarloa. Y uno de los discípulos más aventajados de Astarloa fue Juan Bautista de Erro y Azpiroz (1773-1854), conspicuo carlista, que acariciaba los mismos proyectos de descubrir la lengua primordial, estudiando la lengua euskera. No menos importante en su día fue Joaquín de Yrizar Moya (1793-1879), con su obra “De l’eusquere et de ses erdères, ou de la langue basque et de ses dérivés” (París, 1841-1846), al que el escritor Juan Valera reprochó no sólo “querer explicar por medio de un idioma todos los demás”, sino “querer explicar también la política, las costumbres, el arte, la historia y hasta los más hondos misterios de la fe”: el tono agrio de Valera que, por cierto, flirteaba con la Sociedad Teosófica (en los antípodas del tradicionalismo neto) desató una polémica cruda, pues Yrizar no se quedó callado y respondió. Se podrían citar a más europeos, españoles y vascos metidos en estas embrolladas cuestiones (pero sería mejor tratar esta cuestión por separado).

Lo que he querido precisar hoy, en lo que concernie a nuestra cuestión, es que el tradicionalismo neto incorporó algunos elementos procedentes de la tradición judeocristiana, no sin una lectura particular, a veces esotérica, y que contó con una serie de presupuestos entre los que, por su importancia, cabe destacar:

1) El énfasis en la caída de nuestros primeros padres, y

2) El redescubrimiento de la lengua primordial: adámica o previa a la división de las lenguas en Babel como instrumento privilegiado que reintegrara al hombre, a la sociedad, a la humanidad, profundamente fracturados por las consecuencias del pecado original que arrasó con el estado edénico, dejando unas semillas que esperaban ser revividas.

El tradicionalismo neto nos recuerda la verdad del “pecado original”, una cuestión que en nuestros días ni los medios eclesiásticos remachan lo suficiente. El teólogo protestante armenio, Gabriel Vahanian (1927-2012), pionero de la llamada “teología de la muerte de Dios” proclamaba que “la ética poscristiana difiere tanto de la ética cristiana a propósito de la culpa hasta llegar a oponérsele radicalmente” y caracterizaba la ética cristiana como una ética del perdón, mientras que la ética poscristiana era una “ética de la inocencia”. El hombre moderno, en efecto, vive “como si” fuese inocente. El tradicionalismo, adelantándose a ese mundo de la “presunta inocencia” que ya alboreaba con la Ilustración, hizo todo lo hacedero por asentar que la inocencia del hombre era una patraña moderna. El filósofo catalán Eugenio d’Ors, adalid teórico y práctico de la política de misión (la Heliomaquia, como poéticamente la denominó) nos recordaría que: “El tipo de un postulado conducente a la política de misión es el de la idea de Pecado Original, según la cual el hombre manifiesta en su conducta espontánea las consecuencias de una caída, únicamente redimible en los recursos de la Gracia y con el esfuerzo de la buena voluntad”.

Las consecuencias que se derivarían del presupuesto del “tradicionalismo neto” acerca de la “lengua primordial” para la teoría del conocimiento y del lenguaje serían un tema que habría que estudiar más al detalle. Preferimos orillarlas.

Los prejuicios arraigados en la mayoría de los filósofos profesorales han impedido hasta el día de hoy tomar en serio todo lo que tuviera el menor tufo a esoterismo, relegando estos asuntos al delirante anecdotario de una historia de las ideas que, para ellos, no ha tenido un impacto digno de considerar. Craso error el de estos filósofos profesionalizados sólo en sus propias jergas esotéricas y siempre desdeñosos para dilucidar la influencia del esoterismo en la misma filosofía que ellos imparten, con sus cuadernillos prefabricados en universidades y editoriales. No sólo en el tradicionalismo neto sentimos la huella del esoterismo y estas elocubraciones antiguas que, tal vez hoy, nos pueden resultar extrañas y extravagantes, no menos importantes fueron para la confección de la historia del pensamiento (pienso en el idealismo alemán) y de la literatura (el simbolismo decimonónico); y decir pensamiento es decir acción.

Aunque el tema podría dilatarse, es con estos parámetros del “tradicionalismo neto” con los que hay que comprender a René Guénon cuando subestima el tradicionalismo vulgar, propio de los legos. Esos presuntos “tradicionalistas”, en palabras de Guénon: “son aquéllas (personas) que sólo dan prueba de una especie de tendencia o aspiración hacia la tradición, sin contar con ningún conocimiento real de ésta; puede así medirse toda la distancia que separa al espíritu “tradicionalista” del auténtico espíritu tradicional que, por el contrario, exige de una manera esencial tal conocimiento y forma un todo con dicho conocimiento”. Ese conocimiento es de carácter gnóstico e iniciático. René Guénon se muestra de todo punto contrario a extender el término “tradición” a los órdenes puramente humanos: “tradición filosófica”, “tradición científica”, “tradición política” y, hasta llega a ironizar, diciendo: “En estas circunstancias no tendría objeto asombrarse si un día se llegase a hablar de “tradición protestante” o incluso de “tradición laica” o de (una tradición) revolucionaria”. La cuestión en Guénon es mucho más compleja de lo que aquí podemos adelantar, pero sin atender a la herencia del tradicionalismo neto (romántico, anti-moderno y con sus ramalazos esoteristas) es imposible comprender a Guénon, por mucho que él se presente como portador de la única “Tradición” que merece el nombre de tal.

Obviamente, estas cuestiones -asaz complicadas- brillan por su ausencia en el tradicionalismo que se manifestó en el terreno político, en el tradicionalismo que hemos optado por denominar “lato”. En el caso español, nuestro tradicionalismo político del siglo XIX fue efectivo sin remontarse a tradiciones extranjeras, le valía el prestigio de las instituciones tradicionales: la Iglesia católica, todavía fuerte y sólida (sin licuar por los nocivos efectos del Concilio Vaticano II), la Monarquía legítima (con sus pretendientes legítimos) y un pueblo que todavía no había conocido los perniciosos efectos del bastardeamiento de su inteligencia, la perversión de sus gustos y la fatal aceptación de las modas y opiniones extranjeras modernas que, en nuestros aciagos días, ha llegado a extremos aberrantes difícilmente imaginables ni para el más avanzado de los liberales del siglo XIX.

Excursus – Ernst Jünger: la tradición elemental de lo originario

La sociedad alemana de entreguerras presenta como pocas sociedades los síntomas de una profunda crisis en todos los órdenes. No es simplemente la inflación, la mecanización de la industria, la crisis económica lo que tenía a los alemanes exasperados, buscando soluciones drásticas. Una lectura económica, tan del gusto del liberal como del marxista (ambos anverso y revés del mismo espíritu burgués) no podrá explicar satisfactoriamente la época. Son otras las dimensiones y muchos otros los vectores que habría que considerar para explicarse aquella sociedad convulsionada; teniendo en cuenta que, como sabemos, el vector es una magnitud que, conteniendo la cuantía, nos exige considerar el punto de aplicación, la dirección y el sentido. Y uno de los vectores más significativos será la intelectualidad que ha regresado del frente, tras la derrota bélica. Y uno de los intelectos que, por fidelidad a los camaradas caídos en el frente, se aplicará a imprimir una dirección y darle un sentido a buena parte de sus lectores será el del escritor Ernst Jünger (1895-1998). Éste lo hace desde una posición conquistada: es un héroe de guerra, herido en combate y condecorado con las más altas distinciones del ejército alemán, su heroísmo le precede y le inviste de una autoridad como no podrán presentar otros.

Sus obras literarias más importantes, como introspección de la experiencia de la guerra, las escribirá del año 1918 a 1923: “Tempestades de acero”, “La guerra como experiencia interior”, “El bosquecillo 125”, “Fuego y sangre”. Pero no serán pocos los artículos que irá publicando en las revistas que abundan entre los llamados Cuerpos Francos: “Die Standarte”, suplemento en un principio de “Der Stahlhelm”, será una, pero no la única. El cierre de estas revistas por la censura de la República de Weimar no impedirá que surjan otras: “Arminius”, “Der Vormarsch”, “Widerstand”, etcétera. Puede considerarse como un abigarrado entramado de medios de prensa que responde a los múltiples grupos de soldados que se han quedado sin guerra y no pueden adaptarse a la “paz” y, menos todavía, a una vergonzosa paz que humilla todos los sacrificios consumados en el frente. Se está fraguando así el llamado “nacionalismo de los soldados”.

Jünger se referirá constantemente a esos años, en los que los viejos camaradas que habían estado en el frente se reunían en las tabernas o en las mansardas para discutir, mientras bebían, la deriva de los acontecimientos y qué hacer. Por ese tiempo hubo en Alemania no pocos visionarios, como el Lorenz de la novela jüngeriana “Abejas de cristal”: “Por entonces -escribe Jünger- todos teníamos una idea fija; era una característica peculiar que siguió a aquella guerra. La suya [la de Lorenz] consistía en que las máquinas eran el origen de todos los males. Quería volar las fábricas, redistribuir la tierra y convertir el país en un imperio rural. Así todos vivirían sanos, felices y en paz. Para sustentar esta opinión había adquirido una pequeña biblioteca, dos o tres hileras de libros, gastados a fuerza de leerlos, sobre todo de Tolstoi (que era su ídolo) y también de anarquistas primitivos como Saint-Simon. […] El pobre no sabía que hoy no existe más que una única reforma agraria: la expropiación”.

Este Lorenz puede ser el personaje ficticio de una novela, pero como señala Rüdiger Safranski: “Casi todas las ciudades contaban con uno o más “salvadores”. En Karlsruhe, alguien que se hacía llamar Torbellino Originario prometía a sus adictos la participación en las energías cósmicas; en Stuttgart actuaba un Hijo del Hombre que invitaba a una redentora cena vegetariana; en Düsseldorf un nuevo Cristo predicaba el inminente final del mundo e invitaba a retirarse en la meseta montañosa Eifel. En Berlín el Monarca Espiritual Ludwig Haeusser llenaba grandes salas, donde exigía “la más consecuente ética de Jesús” en el sentido del comunismo originario, propagaba la anarquía del amor, y se ofrecía a sí mismo como “caudilllo para la única posibilidad de evolución superior del pueblo, del Imperio y de la humanidad”. Los numerosos profetas y sujetos carismáticos de aquellos años tienen casi todos una actitud milenarista y apocalíptica…”. Tal vez el caso más famoso fue el que protagonizó en el verano de 1920 un tornero de Alsacia por nombre Friedrich Muck-Lamberty que recorrerá los caminos sumando gente de todas las edades, sobre todo jóvenes, que se agrupan para escucharlo y que formarían el fenómeno llamado “Neue Schar” (la Nueva Grey). Visionarios como estos que fueron personajes históricos hoy olvidados asoman en la literatura alemana de la época. Alemania era escenario de esta especie de histeria colectiva tras la Gran Guerra: al traumatismo causado por las incontables pérdidas humanas, se sumaba la humillación y la incertidumbre por el futuro, por si fuese poco; y todo ello hirviendo en un recipiente modelado por el romanticismo que informa la cultura alemana desde el siglo XIX (su filosofía, su literatura, su música, su teología…)

Thomas Mann, retrospectivamente, escribiría: “Pero el intelecto del hombre civilizado, sea ese intelecto burgués o simplemente civilizado, no puede sustraerse a una sensación de malestar. Puesta en contacto con el espíritu de la filosofía vital, con el irracionalismo, la teología corre peligro de convertirse en demonología” (“Doktor Faustus”). En efecto, las corrientes vitalistas que afloraron en la Alemania de entreguerras, casi todas con un alto ingrediente nietzscheano, derivaron no pocas veces a sectas que combinaban más o menos extraños elementos del ocultismo y la magia. Sin embargo, en Thomas Mann habla el burgués que siente descomponerse todas las seguridades de su mundo. No obstante, el genio literario de Mann supo captar lo que estaba sucediendo en Alemania; aunque tampoco era difícil captarlo, pues Jünger y otros lo proclamaban. Mann lo resumió en la misma novela “Doktor Faustus”:

“Necesitamos un sistematizador, un maestro de la objetividad y de la organización, lo bastante genial para combinar el renacentismo, y aun el arcaísmo, con la revolución” -le dice el protagonista al personaje que hace de su biógrafo en esta novela monumental.

Y bien, ese sistematizador, ese maestro de la objetividad y de la organización, el genio que combinaría perfectamente el arcaísmo con la revolución, sostengo yo, no era otro que Ernst Jünger. No digo que Thomas Mann pensara en Jünger cuando escribió estos renglones, pero si había en Alemania alguien capaz de lograr esa “síntesis” de “arcaísmo” y “revolución”, la que reclamaba el Adrian Leverkühn del “Doktor Faustus”, ese fue Ernst Jünger. Es lo que más tarde llamará “Revolución Conservadora” el que fuera secretario del mismo Jünger, Armin Mohler.

En Jünger el romanticismo había sido superado tras pasar por las tempestades de acero. En los años de entreguerras, como señala Alain de Benoist, Jünger “hace varios llamamientos para la formación de un frente unido de grupos y movimientos nacionales. Al mismo tiempo, trata -sin mucho éxito- de señalarles el camino de una necesaria autotransformación. También el nacionalismo precisa ser “trasmutado” alquímicamente. Debe desembarazarse de toda vinculación sentimental con la vieja derecha y convertirse en revolucionario, dando fe del declive del mundo burgués”.

El estilo que define a Jünger será el “realismo heroico”, una objetividad fría que mira los sucesos con otros ojos, “más allá del bien y del mal”; el mismo Jünger escribirá: “Nosotros dejamos la postura de que hay un tipo de revolución que al mismo tiempo apoya el orden, para todos los Biedermänner [filisteos de la cultura]. Pues, ¿qué tiene que ver lo elemental con lo moral?”.

Uno de los correligionarios de Jünger, durante estos años, Ernst von Salomon dirá (en una entrevista concedida a Jean-José Marchand) que fue Ernst Jünger quien le propuso a él y a otros “escribir una nueva enciclopedia”. Jünger le decía a Salomon: “lo que quiero ahora, es la revolución espiritual. ¿Dónde comenzar? Los franceses nos lo enseñaron: escribir una nueva enciclopedia, revisar todos los conceptos”. El resultado, según Salomon, fue eficaz: “Lo hicimos. Y los jóvenes escritores salieron de la derecha, lo que sorprendió entonces a todo el mundo.” (La entrevista a Ernst von Salomon que referimos se ha visto por vez primera estampada en castellano en el número 24 de NIHIL OBSTAT).

Jünger y los suyos se distanciaban del “museísmo” (con ese vocablo se referían a la propensión -burguesa- de conservar los cachivaches del pasado burgués); la tradición que merece ser perpetuada no puede estar por más tiempo en la ficticia seguridad de un orden burgués, liberal, parlamentario: eso podía ser con anterioridad a la Gran Guerra del 14, pero tras vivir la experiencia bélica los valores burgueses de la seguridad y la prosperidad se han hecho añicos; y esto no solo es válido para los moldes políticos, también los moldes artísticos y religiosos están quebrados. Jünger escribiría en “Radiaciones”: “Las pretensiones conservadoras, ya sea en el arte o en la política o en la religión, extienden cheques contra activos que ya no existen”.

Dado que el mundo burgués del XIX, modelado por las ideas ilustradas del siglo XVIII, se ha desmoronado hay que aventurarse a crear, según sostiene Jünger, Tradición. O mejor que “crear” dijéramos que “reencontrarla”. Bajo el barniz y los postizos de la civilización burguesa hay que excavar hasta dar con lo elemental y lo originario: “…a lo elemental, a una capa de la vida más profunda y más cercana al caos, que todavía no es ley, pero que esconde en sí nuevas leyes […] una nueva relación para con lo elemental, el suelo materno”. Y muchos años después, seguiría diciendo, en “Visita a Godenholm”: “Una de las ideas de Schwarzenberg era que había que sumergirse otra vez desde la superficie hasta los “abismos ancestrales” si se deseaba establecer una auténtica soberanía”.

Volverse a lo originario y elemental es un imperativo para poder legitimar un orden de distinto cuño que suprima el falso orden liberal bajo el que hemos estado sujetos. Lo elemental “todavía no es ley”, pero “esconde en sí nuevas leyes”. Esta es la gran aportación de Jünger que, rechazando los falsos ídolos del liberalismo, el parlamentarismo y el marxismo, nos indica el camino a lo originario como solución para un mundo en crisis.

Y si es válido para el mundo de la Alemania en crisis de entreguerras, cualquier época en crisis puede escuchar la voz de Jünger, reclamando que para salir de un atolladero como el actual no hay más remedio que volverse a la Tradición que es lo originario, que podemos aguardar que vuelva de nuevo por sus fueros: como el implacable manotazo de una ola colosal que hunde un barco, con la fuerza de una tempestad de acero, como la terrible erupción de un volcán. Los elementos no conocen el diálogo con la humanidad, ni siquiera con esa secta de la humanidad que forman todos aquellos parlanchines que exigen derechos y que se han conjurado contra la naturaleza de las cosas, contra el orden natural, queriéndole dictarle sus “leyes” a la Naturaleza.

Excursus II – Tradición en Ernst Jünger: momento constitutivo, custodiante y defensivo

En la lengua alemana hay dos términos para nuestra palabra “tradición”: “Überlieferung” y “Tradition”. Por lo común, los términos se emplean indistintamente, a excepción de algunos casos como el que constituye el uso filosófico que le dio Martin Heidegger. Cuando Heidegger se refiere a la “tradición” con el vocablo “Tradition” lo hace identificando esa “tradición” con una particular tradición filosófica occidental, la que -según Heidegger- ha olvidado la pregunta por el ser: “La tradición (Tradition) llega a hacer olvidar totalmente tal origen” -dirá Heidegger en “Sein und Zeit”. Sin embargo, “Überlieferung” (tradición/transmitir/entregar) lo emplea para expresar algo más dinámico y decisivo: “Si todo “bien” es hereditario y el carácter de los bienes radica en el hacer posible la existencia propia, entonces se constituye en el “estado de resuelto”, en cada caso, la tradición de una herencia”.

Aunque no es momento de internarse en la filosofía heideggeriana, sería oportuno indicar que lo que Heidegger llama “estado de resuelto” es el más peculiar modo de ser de la existencia auténtica frente a la existencia inauténtica y gregaria. Heidegger rechaza la “Tradition” consistente en ese corpus acumulado a lo largo de la filosofía occidental, pues esa “Tradition” acarrea consigo “que con todo su historiográfico interés y todo su celo por una exégesis filológicamente “positiva”, el “ser ahí” ya no comprende las condiciones más elementales y únicas que hacen posible un regreso fecundo al pasado en el sentido de una creadora apropiación de él”.

Esa “Tradition”, para Heidegger, obtura el acceso al origen, pero la “Überlieferung” nos permite el retorno al origen “reapropiándonos” de él.

Sin llegar a establecer tan sutiles distingos como los que marca la filosofía heideggeriana, podemos decir que Ernst Jünger llega a conclusiones similares. La tradición (Tradition/Überlieferung: nosotros no vamos a diferenciar entre ambos vocablos germanos) no puede ser un afán museístico, sino que tiene que ser algo dinámico -tal y como lo habían entendido nuestros pensadores tradicionalistas (Vázquez de Mella, v. gr.) Para hacernos cargo del dinamismo de la auténtica tradición (y no de la tradición entendida como “museísmo” o veneración de fósiles) el mismo Jünger nos ofrece un pasaje digno de reflexionar:

“La historia es la tradición que un poder victorioso se otorga a sí mismo. Así es como las familias romanas retrotraían su origen hasta los semidioses y así es como habrá de escribirse una historia nueva a partir de la figura del trabajador”.

(“El Trabajador. Dominio y figura”.)

La tradición es algo dinámico, el sujeto de la tradición no permanece pasivo como un recipiente que acoge lo que le dan las generaciones anteriores, sino que ejerce una labor activa en cuanto que, al valorar lo recibido, rechazará algunos elementos heredados y acogerá otros. No es, por lo tanto, un mero recibir, sino más bien un reelaborar lo recibido y otorgárselo a la misma comunidad como fuente de legitimación.

Esto que puede parecer algo complicado de comprender es lo que hemos visto a lo largo de toda la historia, Jünger pone el ejemplo de los romanos que remontaban sus ancestros a los semidioses: el mito es así una fuente de legitimación. En la España de nuestros días basta pensar en lo que se ha hecho con el mito de las Tres Culturas, se ha reinventado todo un pasado mítico de convivencia idílica entre judíos, musulmanes y cristianos y, a partir de esa reinvención, inspirada en Ámérico Castro y otros, se ha desfigurado no sólo el pasado histórico de España, sino su presente y su futuro. Es obvio que a los poderes fácticos poco importa la verdad de sus teorías, ni siquiera la solvencia intelectual de los artífices de esas teorías que se reapropian para configurar nuestro pasado, nuestro presente y nuestro porvenir. Américo Castro era filólogo y no puede llamársele historiador, pero eso poco importa: lo que les importaba a las elites que divulgan la teoría de Américo Castro hasta haberla hecho hegemónica no era el amor por la verdad, sino la construcción de todo un discurso que disolviera la identidad histórica de los verdaderos españoles en aras de la multiculturalidad, ahogando la identidad hispánica; y hasta tal punto que los hay hoy -tras muchas décadas de machacar con este absurdo del triculturalismo- que, descendientes de cristianos viejos, todavía se piensan descender de moriscos o judíos.

Volviendo a Jünger, digamos que éste se ocupó de reflexionar sobre nuestro tema en un texto que tituló “La Tradición“, publicado originalmente en la revista Die Standarte (El Estandarte), revista de los Stahlhelm (Cascos de acero), en 1925. En dicho ensayo breve, el Mago de Wilflingen nos dice: “La persona singular no se halla, sin embargo, ligada a una superior comunidad únicamente en el espacio, sino, de una forma más significativa aunque invisible, también en el tiempo. La sangre de los padres late fundida con la suya, él vive dentro de reinos y vínculos que ellos han creado, custodiado y defendido. Crear, custodiar y defender: esta es la obra que él recoge de las manos de aquéllos en las propias, y que debe transmitir con dignidad. El hombre del presente representa el ardiente punto de apoyo interpuesto entre el hombre pasado y el hombre futuro.”

Las tres acciones que se relacionan con la Tradición son “crear”, “custodiar” y “defender”. La Tradición tiene, por lo tanto, un momento “creador” (preferimos llamarlo “momento constituyente“) y, para que se prolongue en el tiempo, se requiere una permanente “labor custodiante” y, llegado el caso, una decidida “disposición defensiva“. Lo que he llamado, glosando el pasaje de Jünger, “labor custodiante” podría confundirse con lo que he denominado “disposición defensiva”: custodiar es, en un sentido amplio, defender; pero considero muy conveniente que estos dos verbos no los entendamos aquí como equivalentes, pues en lo que atañe a la “labor custodiante” habría que pensar en todo lo que comporta de actitud vigilante la conservación de una tradición. Ésta ha de ser vigilada, custodiada, para evitar que se relajen sus portadores y se desvirtúe y corrompa la misma tradición, mientras que en la “disposición defensiva” hablaríamos más bien de toda acción, intelectual o armada, conducente a preservar la tradición de cuantos enemigos pugnen por hostigarla o destruirla. Hay que ejercer, por lo tanto, la “custodia”, salvaguardando que los mismos que participan de la tradición la puedan desviar por caprichos o incurias, pero también hay que estar dispuesto a defender la tradición contra cuantos -propios o extraños- quieran destruirla.

La custodia de la tradición no es impedir a todo trance cambios en lo accidental, para ello Jünger nos propone el ejemplo de un edificio que puede cambiar con el tiempo. Esta metáfora arquitectónica la traslada más tarde a la organización política, no olvidemos que es el año 1925 cuando Jünger escribe este ensayo que comentamos:

“Ayer teníamos un imperio, hoy tenemos una república… mañana tendremos acaso de nuevo un imperio, y pasado mañana una dictadura. Cada una de estas figuras guarda, como invisible heredad, más o menos oculta en la profundidad de su lenguaje de formas, el contenido de aquello que es pasado; cada una de ellas tiene en cambio el deber de ser en todo y por todo ella misma, porque sólo así será alcanzada la plena valoración de la fuerza.”

Lo que hay que custodiar de la tradición es el modo de ser propio, una ética y una estética, una moral y un estilo propios que se han perpetuado a lo largo de siglos hasta tal punto que (válgannos estos ejemplos) podemos reconocer como hispánica la defensa de Numancia lo mismo que la de Baler, o la del Alcázar de Toledo. Es por ello por lo que Jünger demanda a sus compatriotas que prescidan -si es menester- de lo exterior, pues “la ostentación de formas externas de la tradición, propia de la actual juventud, [es] lo que constituye la señal de una falta de fuerza interior.”

Y reclama imperativamente: “No vivamos en un museo, sino en un mundo activo y hostil. No es tradición reavivada aquélla que el viejo soltero ostenta pintada sobre la propia cajetilla de cigarros, o aquélla exhibida en el adorno blanco y negro estampado sobre cada cenicero y sobre los tirantes. Esta no es sino propaganda en el sentido deteriorado, como, igualmente, formas de propaganda de pésimo gusto son en gran medida nuestros desfiles, las celebraciones conmemorativas y las jornadas de honorificación: empalagoso kitsch, bueno sólo para conquistar a algún simpatizante.”

Pues, en lo interior es donde tiene que mantenerse la tradición, a salvo de la violación del enemigo, pues la tradición no es algo antiguo, que nos gusta más o nos gusta menos, sino que es cuestión de vida o muerte, por eso exhorta a los alemanes a ser “todo aquello que sois”:

“Sed en todo y para todo aquello que sois; entonces vuestro futuro y vuestro pasado vivirán en el punto de apoyo ardiente del presente y en la más auténtica alegría de la acción. Tendréis entonces la verdadera tradición viviente y no sólo su centelleante reflejo, el cual podría proyectarse en cualquier sala de cine ciudadana.”

A título de recapitulación podemos terminar concluyendo:

-A diferencia de la lengua alemana, en castellano no disponemos de dos vocablos para la palabra “tradición”. Podríamos hablar de “transmisión” o, ya lo veremos en su momento, de “entrega”. No tenemos que compartir la diferencia que marca Heidegger entre “Tradition” y “Überlieferung”, pues lo que Heidegger identifica como la “Tradition” (la metafísica occidental y el olvido del ser que ésta entraña) son cuestiones particulares de la filosofía y, en concreto, de la filosofía de Heidegger, pero sí que podríamos advertir que no son pocos los que confunde la “tradición” con actitudes meramente pasivas, en el mejor de los casos de veneración por la antigüedad, mientras que conviene tener muy claro que la tradición es algo muy distinto: es activa. Aquí vendría bien recordar la parábola de los talentos, cuando Jesucristo nos presenta al que guardó y no arriesgó como el peor de todos aquellos que recibieron algo; pues el sentido exacto de la tradición sería ese mismo, no conformarse con enterrar lo que se nos ha entregado, sino hacerlo correr, hacerlo vida.

-La tradición reapropiada (expeliendo de ella cuanto estorbe en el presente para conquistar el futuro) es, como dice Jünger, la fuente de una legitimidad del poder y acomoda la historia a sus conveniencias, suprimiendo de ella todo cuanto atenta al ser de la comunidad que vive la tradición y la transmite.

-La tradición es acción: ha sido constituída, instituida en el pasado (la podemos instituir nosotros para el futuro), pero hay que custodiarla para impedir que, bajando la guardia, se malogren las conquistas de todo tipo que ha permitido esa tradición. La tradición hay que defenderla de sus enemigos: de todos cuantos, formando parte de la comunidad, la denigran, adulteran o pugnan por tacharla: con su “traición” ponen en peligro a la comunidad que es la que es gracias a esa tradición. También hay que defenderla contra los ajenos que nos quieren imponer sus propias “tradiciones” extrañas: nocivas y mortíferas para la comunidad.

-Es en el interior donde hay que conservar celosamente la tradición, la exhibición externa de la misma no es mala, siempre y cuando no se confunda con una actitud superficial que vacía el sentido auténtico de lo que se es.

Bibliografía:

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III

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IV

Vázquez de Mella, Juan, “Discurso en el Parque de la Salud de Barcelona” (17 de mayo de 1903)

Ortega y Gasset, José, “El ocaso de las revoluciones” (apéndice del ensayo “El tema de nuestro tiempo”.)

Correa de Oliveira, Plinio, “Revolución y Contra-Revolución”.

Sánchez Albornoz, Claudio, “Confidencias” (colección de artículos), Espasa-Calpe, Madrid, 1979.

Alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana.

V

Para una aproximación al pensamiento tradicionalista de la expiación, recomiendo mis artículos, abajo enlazados:

Fernández Espinosa, Manuel, “Luis Carpio Moraga, poeta de la expiación y víctima expiatoria” (RAIGAMBRE, 27 de noviembre de 2013.)

Fernández Espinosa, Manuel, “Un gran olvidado: Pierre-Simon Ballanche” (RAIGAMBRE, 8 de noviembre de 2014.)

Canivez, André, “Los tradicionalistas”, en “La filosofía en el siglo XIX”, volumen 8 de la Historia de la Filosofía, de Siglo Veintiuno Editores, Madrid, 1998.

Maistre, Joseph de, “Las veladas de San Petersburgo”, Espasa-Calpe, Madrid, 1998.

Deprun, Jean, “Las Anti-Luces”, en “Racionalismo, Empirismo, Ilustración”, volumen 6 de la Historia de la Filsofía, de Siglo Veintiuno Editores, Madrid, 1991.

Leibniz, G. W., “Nuevos Ensayos sobre el entendimiento humano”, Alianza Editorial, Madrid, 1992.

Tovar, Antonio, “Mitología e ideología sobre la lengua vasca”, Alianza Editorial, Madrid, 1980.

Vahanian, Gabriel, “The Death of God: The Culture of Our Post-Christian Era” (New York, George Braziller, 1961)

D’Ors, Eugenio, “La ciencia de la cultura”, Ediciones Rialp S. A., Madrid, 1964.

Para la presencia del ocultismo en el tradicionalismo del siglo XIX, recomiendo la serie de artículos que realicé para RAIGAMBRE, voy a enlazar solo el primero de ellos:

Fernández Espinosa, Manuel, “Infiltraciones del ocultismo en el tradicionalismo español (Primera parte)”, (RAIGAMBRE, 11 de diciembre de 2013)

Fuente: Raigambre II III IV V Excursus I y II

 

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